Se había
acostado cerca de las 23:00, pero ahora estaba escondido bajo la protección
inexpugnable de sus sábanas. Leía un cuento infantil utilizando la linterna con
forma de pez que le regaló su padre años atrás. El cuento trataba de un osito
de peluche que es abandonado y se pierde en el bosque, haciendo nuevos amigos
un tanto curiosos con los que vive pequeñas aventuras antes de regresar con su
dueño. El chico leía esto en voz baja, abrazando a Freddy, su osito de peluche.
Freddy era
de color canela, con la tripa, las manos y los pies de un color más oscuro. La
mayoría de ositos que había visto tenían estos colores invertidos, y eso era
algo que le encantaba de Freddy. Que era único y especial, como él. Freddy era
su compañero inseparable durante las oscuras noches, justo antes de dormirse. O
incluso para ir al baño en medio de la noche, jamás se separaba de él desde que
oscurecía hasta que amanecía.
Todas las
noches, dormían abrazados y leían juntos alguno de los cuentos que escribió su
padre y le fue regalando poco a poco. Los tenía todos en su estantería
favorita, e incluso repetía sus favoritos noche sí y noche también.
El cuento
terminó, y como cada noche, lo dejó en la mesita de noche junto a la linterna.
Tan solo fue capaz de descubrir su mano y medio brazo, pues no necesitaba nada
más. Los peligros de la oscuridad que tan solo su imaginación era capaz de
percibir acechaban… Pero Freddy le defendería, porque era su amigo y se
querían.
—Buenas
noches. —Le dio un beso en la naricilla negra a su osito favorito y se abrazó
con mucha fuerza a él, relajándose con los segundos pues estaba cansado y
apenas tenía fuerzas para dar los abrazos amorosos que tanto le han gustado
siempre a su madre.
Sus amigos
vivían aventuras increíbles en su imaginación a la hora de acostarse. Salvaban
el mundo, eran multimillonarios, tenían un león de mascota, viajaban al
espacio, tenían súper poderes… No había cabida para los límites en la mente de
los niños. Excepto para el mejor amigo de Freddy.
Desde muy
pequeño, su madre le prohibió imaginar. Le prohibió soñar. Decía que era
peligroso, que tan solo se fijase en la realidad, aquello que existe y puede
tocar, oír u oler. Por eso, se fijaba en detalles que el resto de sus
compañeros no notaban. Por eso, reconocía absolutamente todos los sonidos de su
casa, de su escuela y del hospital.
Un coche
pasando por la carretera.
El café de
su madre terminando de hacerse.
El ruido de
las tuberías al tirar de la cadena.
Su madre
saliendo del baño.
La puerta de su habitación abriéndose.
Su madre
corriendo por el pasillo para apagar el café.
Un gato que
había saltado al jardín.
La vecina de
enfrente cerrando la cortina de su cuarto.
La puerta de su armario cerrándose.
El roce de
su cuerpo contra las sábanas intentando acomodarse.
Su propia
respiración.
Los latidos
de su corazón…
Como cada
noche, todo estaba en orden. Ningún ruido fuera de lo normal. Ningún ruido
nuevo. Ningún pensamiento imaginario. Tan solo el ambiente y él. Su
respiración, y su osito.
El tintineo de las perchas en su armario.
La ropa rozándose entre ella. Un
ruido que no supo reconocer, pero que se parecía mucho a cuando mueve el cuello
y le cruje. Ese sonido que le da tanto repelús… Ese sonido viscoso que tanto
detestaba.
Abrazó a
Freddy con fuerza. No estaba asustado, no del todo. Pero tenía curiosidad… ¿Se
había metido el gato en su habitación? ¿Había sido un insecto? ¿O Rodrigo intentando
gastarle otra broma pesada? No lo sabía, no podía saberlo. No bajo la
protección de su manta.
—¿Quién
eres? —Tan solo el silencio respondió. Tampoco su madre hacía ningún sonido
notable, ni pasaban coches por la carretera. —Me llamo… —Un golpe le interrumpió. Un golpe seco y sonoro que nacía en la
pared del armario. Abrazó a su osito con tanta fuerza que parecía que se estuviera
abrazando a sí mismo y su acompañante peludo no fuera más que un impedimento.
Pasó el
rato. Segundos, minutos. Muchos minutos, o eso percibía él, que no tenía hora.
Y su reloj analógico estaba parado. Lo paró él por voluntad propia hace tres
años, y desde entonces no había querido encenderlo. Quería mantener esa hora
para siempre. Las 23:37.
Conforme
seguía pasando el tiempo, fue recobrando la valentía que tan solo los abrazos
amorosos de Freddy le proporcionaban. Era un chico curioso que lo observaba
todo, y no podría dormir sin saber a qué se debía ese ruido. Pero no lo haría
solo.
Freddy asomó
la cabeza por encima de la sábana, evitando que el chico sacara sus manitas
para no correr peligro. El osito miró hacia todos los lados y avisó a su mejor amigo
de que no había nada extraño, que podía salir de su escondite… Y con mucho
cuidado, con el mismo cuidado que su madre le había enseñado a tener siempre…
Le costó
unos breves segundos acostumbrarse a la luz de la luna que entraba por la
ventana, en el lado izquierdo de su habitación. Enfrente estaba el armario,
empotrado contra la pared y con la puerta izquierda entreabierta. Y a la
derecha, la puerta al pasillo. Sus juguetes estaban perfectamente colocados en
sus estanterías a ambos lados del armario, y los pósters de sus series
favoritas colgados con chinchetas en la pared. Su madre le decía que parecía el
trabajo de un arquitecto profesional.
Poco a poco
fue quitándose de encima la manta. Primero sacó los hombros. Después el pecho.
Después toda la tripa, y las dos piernas. Primero la derecha y después la
izquierda. Hasta que escuchó un nuevo golpe proveniente del armario, más
violento y sonoro que antes. Como un gato asustado, de un brinco se tapó hasta
los topes con la manta, volviendo al punto de partida.
Repitió de
nuevo el proceso. Freddy echó un vistazo. Se asomó con cuidado. Echó un segundo
vistazo él mismo. Asomó los hombros. El pecho. La tripa. Una pierna, y después
la otra. Y le dio diez segundos de espera al armario, por si tenía la intención
de volver a asustarle. Pero esto no sucedió.
Con cuidado,
apoyó sus pies descalzos en el suelo, de puntillas para evitar hacer ruido.
Cuando apoyó todo el pie, sus talones pisaron el pijama azul con rayas y lleno
de caras de ositos, aunque algunas estaban rotas por las costuras. Eso era algo
que no le gustaba, y por eso evitaba mirarlas.
Se dio otro
descanso preventivo para asegurarse de que el armario no le volvería a asustar,
hasta que poco a poco avanzó, pasito a pasito, respirando con lentitud para minimizar
el ruido, hacia el armario. Su habitación era grande; había más o menos metro y
medio desde los pies de la cama hasta el armario, blanco y de rejilla.
Totalmente
erguido y más recto que el portátil de su madre cuando trabajaba (siempre
presumía que ponía la pantalla en exactamente 90º, “como debía ser”), posó las
yemas de sus dedos sobre la puerta derecha, que se mantenía cerrada y podía
apoyarse en ella sin problemas.
Acercó el
oído con cuidado, muy despacito, hasta apoyarlo sobre la puerta. Se clavaba las
rejillas, que estaban una encima de otra y bajaban en diagonal. Pero ignoró eso
por ahora y se centró en escuchar los sonidos del interior del armario aún
sabiendo que si escuchaba otro golpe se le pararía el corazón y saldría
corriendo a por su manta.
Aguantó la
respiración, quedándose totalmente inmóvil. Pero no escuchó nada…
Una brisa de
aire caliente rozó su rostro. Un aliento que provenía del interior del armario,
atravesando las rejillas hasta empapar su mejilla. Este aliento se hizo más fuerte
en unos momentos, acompañado de una exhalación muy profunda y constante. No se
lo pensó dos veces y se dio la vuelta, corriendo en dirección a su cama.
Pero el giro
le salió mal y se tropezó consigo mismo, dando dos botes a la pata coja antes
de caerse frente a su cama. Las partes más primarias de su cerebro le insistían
en que se diera prisa en esconderse, por lo que se arrastró lo más rápido
posible debajo de su cama y se dio la vuelta todo lo rápido que sus miembros le
permitieron, para poder vigilar que nada saliera del armario. Pero lo que vio
fue peor de lo que jamás habría imaginado.
Había
soltado a Freddy en la caída y estaba ahí, tumbado en el suelo, boca abajo y
tan cerca del armario como de la cama. En medio de la habitación, ligeramente más
hacia la pared de la ventana.
Su mejor
amigo. Su mayor protección. Su osito Freddy. Se había alejado de él. Y no tenía
el valor de salir de la protección de debajo de su cama para recogerlo… Las
bisagras del armario chirriaron muy lentamente, poco a poco más agudo. Él podía
ver cómo la puerta se abría, pero no veía el interior. La tenue luz que entraba
por la ventana no era suficiente para iluminar por entre las rejillas de la
puerta…
Para él,
pasaron muchos minutos. Pero él sabía que la puerta apenas había tardado unos segundos
en abrirse del todo. Se mantuvo el silencio, ese silencio que desde hacía un
rato tanto odiaba. Pero no lo odiaba tanto como el ruido de los crujidos
viscosos que volvió a escuchar en el interior del armario.
Pudo verlo.
Vio movimiento. Aunque no lo podía diferenciar, veía cómo algo se asomaba por
el suelo del armario.
Escuchó un
nuevo crujido, seguido de un ruido contra el suelo.
Después
otro.
Y otro.
Y otro.
Y pudo verlo
claramente.
Dos “cosas”
se alzaban una al lado de otra desde el suelo hasta la madera de la cama, que
no le permitía ver más. Parecían dos piernas sin pelo y deformes. No eran
totalmente rectas porque tenían bultos extraños por casi toda su forma.
Escuchó
nuevamente esos crujidos viscosos, pero esta vez parecían provenir de la parte
de arriba del cuerpo, aquella que no era capaz de ver. Conforme los escuchaba,
dos pequeñas bolas negras bajaron hasta situarse al lado de las piernas. Se
abrieron, dando lugar a cuatro “dedos” con una membrana que unía tres de ellos.
El cuarto era más grande y estaba separado del resto. El ruido cesó justo
cuando sus largos “brazos” se quedaron quietos.
La
respiración del chico se había acelerado desde el susto, pero había intentado
mantenerla suave con todas sus fuerzas. Por mucho que le costara, no quería que
“eso” supiera que estaba ahí escondido, bajo la cama. Tenía pocas, pero tenía
esperanzas de que no supiera dónde se ocultaba.
Los sonidos
volvieron, junto al movimiento de sus piernas. Este avanzaba paso a paso, muy
lentamente. Cada paso le costaba varios segundos, pero eso relajaba
relativamente al niño. Si se daba la ocasión, podría escapar corriendo.
Lento pero
incansable, caminaba en dirección a la puerta sin siquiera fijarse en Freddy,
pasando por el lado derecho de su cama. Pero la puerta no parecía ser su
objetivo.
Se paró
justo al lado de la cama, enfrente de la mesita de noche. La cercanía le
permitió fijarse más en sus piernas grisáceas y con grandes bultos. No había ni
rastro de pelo y su pie se componía de tres grandes dedos carnosos sin uñas.
Permanecieron
así un rato, sin moverse ninguno de los dos. Tan solo escuchaba su propia
respiración. Hasta que volvieron a escucharse el movimiento del ser. No
obstante, no veía moverse ni sus pies ni sus manos, que era capaz de ver a
causa de lo largos que tenía los brazos.
Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.
El reloj se
puso en marcha.
El rostro
del niño marcó un puchero como el que le hacía a su madre cuando le quitaba los
caramelos que le daban sus amigos en el colegio. Su respiración se agitó,
moviendo el polvo que compartía escondite con él. Tuvo que hacer esfuerzos
sobrehumanos para no estornudar y revelar su posición.
Podía ver
sus pies e incluso la punta de los dedos de sus brazos, ¿cómo había encendido
el reloj? ¿Y por qué?
Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.
Pasaron los
minutos, y nuevamente ninguno de los dos se movió. El niño no aguantaba más:
necesitaba a su amigo si quería sobrevivir a esa noche.
Con la
gracilidad que no tenía el bicho de al lado de su cama, se arrastró lo más
silenciosamente posible por el suelo, hasta llegar al borde de los pies dl
mueble. Calculó que debía sacar al menos el cuerpo hasta las rodillas para
coger a Freddy y volver a su refugio… Pero no sin darle sus segundos de chance
a la criatura.
Segundos,
que terminaron en minutos. Estaba aterrado, ¿pero cómo no iba a estarlo? Los
minutos se alargaron a la par que su respiración, hasta que finalmente se
decidió. Asomó la mano con más cuidado incluso que cuando salió de su sábana
protectora. Paró y la mantuvo unos segundos absolutamente inmóvil. Nada cambió.
Se decidió,
y alargó más el brazo con la esperanza de crecer repentinamente y llegar hasta
Freddy sin tener que asomarse más. Pero nada de esto sucedió. Tragó saliva y
como siempre, poco a poco, fue saliendo de debajo de la cama.
Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.
Llevaba
tantos minutos eternos sin mirar las piernas del monstruo ni escuchar los
crujidos de sus movimientos que casi le parecía que había desaparecido por arte
de magia, que Freddy había hecho alguna clase de hechizo mágico para
desterrarlo a allá de donde viniera. Y asomó toda la cabeza.
La tentación
de girarse y poder ver más del monstruo era grande, gigante. Casi lo hizo sin
darse cuenta, pero resistió. No quería verlo, no quería saber más de ese ser.
Tan solo quería a su amigo… Y lo hizo.
Se impulsó
usando de base las patas de la cama y para salir de la cama y agarrar a su amigo.
Estuvo cerca de llegar, pero tuvo suerte y tenía los dedos largos, tal y como
había heredado de su larguilucho padre.
Una vez se
hizo con Freddy, utilizó sus pies para, de la misma forma, regresar bajo la
cama. Tardó un par de segundos más que en la salida, pero fueron mucho más
intensos, pues no pudo evitar hacer ruido.
Volvió a su
posición inicial, pero esta vez junto a su amigo. Se giró, y vio las piernas
deformes del monstruo, todavía completamente inmóvil. ¿No le había visto? ¿Era
ciego o sordo y miraba hacia otro lado?
Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.
Abrazó al
osito, con los ojos llorosos. No sabía cuánto aguantaría, y tenía miedo de
llamar a su madre. Sería sinónimo de publicitar su escondite secreto a todo
monstruo cercano.
Y los ruidos
volvieron. Al principio sus piernas y manos se mantenían inmóviles, pero
terminó por moverlas al son de los crujidos. Se giró, y sin ninguna prisa
bordeó la cama hasta llegar a la esquina, tras la cual volvió a girar siguiendo
el perfil del escondite.
Hasta que
paró, mirando cara a cara hacia la cama. Sus dedos carnosos observaban en
silencio directamente al niño asustado, que agarraba con la misma fuerza que
una garrapata a su peluche.
Pero tras un
ligero descanso, no cesaron los ruidos. Esta vez eran muchos más, y más
sonoros. Era una orquesta de crujidos dentro de una masa viscosa o de gel. Sus
piernas se mantenían inmóviles, al igual que sus manos.
Fueron los
segundos más largos y terroríficos de toda la noche. Notaba la esa terrible
melodía cada vez más cerca, como si estuviera penetrando lentamente en su
mente. Pero no era así, por desgracia.
Un pequeño
pedazo de carne se asomó por la cama, bajando lentamente. Más lentamente
incluso de lo que se movía el chico para evitar ser descubierto.
Sus ojos se
abrieron como platos mientras apreciaba la masa gris y roñosa que iba
mostrándose cada vez más y más. A su lado, lo que parecía ser una tercera mano
también se fue bajando, más rápidamente hasta que se apoyó contra el suelo
extendiendo sus cuatro dedos como un pulpo o un gecko.
Estaba
acabado, la criatura lo había encontrado. Y se lo iba a comer, lo iba a matar,
o se lo llevaría consigo. No sabía qué opción era peor.
Y,
finalmente, la criatura, mostró su cara. Por sus ojos, podía apreciar que
estaba boca abajo. Hasta que de un movimiento seco giró la cara 90º para mirarle
de lado, dejando ver su cuello, delgado y gris con una curvatura que no era
normal.
Podía ver su
cara. Le estaba mirando. Estaba fuera de la cama. Respirando. Observándole.
Sabía dónde estaba. Y le estaba mirando. Le había encontrado. Los crujidos
cesaron.
Abrazó a
Freddy, convirtiéndose en una pelota azul con caras de ositos y pelo. Lloraba,
lloraba todo lo bajo que podía con la esperanza de que el monstruo tuviera
piedad de él y desapareciera para siempre. Apenas se sentía protegido a pesar
de tener la cama y a Freddy. Iba a morir.
Y lloró,
lloró durante mucho rato, hasta que, finalmente, se durmió.
…
La luz solar
lo despertó, acompañado de la voz de su madre.
— Cariño,
¿dónde te has metido? —Revolvía entre las sábanas en busca de su hijo. Este,
sin decir nada, salió adormilado de debajo de la cama. — ¡Pero bueno! ¿Qué
hacías ahí debajo?
El niño se
levantó mientras se frotaba los ojos con parsimonia, como si nada hubiera
ocurrido y no fuese más que un día normal en el que debía ir al colegio. La
mujer pudo ver un extraño brillo en los ojos de plástico negro del oso de su
hijo, un brillo que por poco le provocó un escalofrío, pero no le dio más
importancia. —¿Qué ha pasado?
—Mami,
anoche vino Papá a verme.
Tic, tac.
Tic, tac.
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