miércoles, 26 de octubre de 2016

Tic, tac.




Se había acostado cerca de las 23:00, pero ahora estaba escondido bajo la protección inexpugnable de sus sábanas. Leía un cuento infantil utilizando la linterna con forma de pez que le regaló su padre años atrás. El cuento trataba de un osito de peluche que es abandonado y se pierde en el bosque, haciendo nuevos amigos un tanto curiosos con los que vive pequeñas aventuras antes de regresar con su dueño. El chico leía esto en voz baja, abrazando a Freddy, su osito de peluche.

Freddy era de color canela, con la tripa, las manos y los pies de un color más oscuro. La mayoría de ositos que había visto tenían estos colores invertidos, y eso era algo que le encantaba de Freddy. Que era único y especial, como él. Freddy era su compañero inseparable durante las oscuras noches, justo antes de dormirse. O incluso para ir al baño en medio de la noche, jamás se separaba de él desde que oscurecía hasta que amanecía.

Todas las noches, dormían abrazados y leían juntos alguno de los cuentos que escribió su padre y le fue regalando poco a poco. Los tenía todos en su estantería favorita, e incluso repetía sus favoritos noche sí y noche también.

El cuento terminó, y como cada noche, lo dejó en la mesita de noche junto a la linterna. Tan solo fue capaz de descubrir su mano y medio brazo, pues no necesitaba nada más. Los peligros de la oscuridad que tan solo su imaginación era capaz de percibir acechaban… Pero Freddy le defendería, porque era su amigo y se querían.

—Buenas noches. —Le dio un beso en la naricilla negra a su osito favorito y se abrazó con mucha fuerza a él, relajándose con los segundos pues estaba cansado y apenas tenía fuerzas para dar los abrazos amorosos que tanto le han gustado siempre a su madre.

Sus amigos vivían aventuras increíbles en su imaginación a la hora de acostarse. Salvaban el mundo, eran multimillonarios, tenían un león de mascota, viajaban al espacio, tenían súper poderes… No había cabida para los límites en la mente de los niños. Excepto para el mejor amigo de Freddy.

Desde muy pequeño, su madre le prohibió imaginar. Le prohibió soñar. Decía que era peligroso, que tan solo se fijase en la realidad, aquello que existe y puede tocar, oír u oler. Por eso, se fijaba en detalles que el resto de sus compañeros no notaban. Por eso, reconocía absolutamente todos los sonidos de su casa, de su escuela y del hospital.

Un coche pasando por la carretera.
El café de su madre terminando de hacerse.
El ruido de las tuberías al tirar de la cadena.
Su madre saliendo del baño.
La puerta de su habitación abriéndose.
Su madre corriendo por el pasillo para apagar el café.
Un gato que había saltado al jardín.
La vecina de enfrente cerrando la cortina de su cuarto.
La puerta de su armario cerrándose.
El roce de su cuerpo contra las sábanas intentando acomodarse.
Su propia respiración.
Los latidos de su corazón…

Como cada noche, todo estaba en orden. Ningún ruido fuera de lo normal. Ningún ruido nuevo. Ningún pensamiento imaginario. Tan solo el ambiente y él. Su respiración, y su osito.

El tintineo de las perchas en su armario. La ropa rozándose entre ella. Un ruido que no supo reconocer, pero que se parecía mucho a cuando mueve el cuello y le cruje. Ese sonido que le da tanto repelús… Ese sonido viscoso que tanto detestaba.

Abrazó a Freddy con fuerza. No estaba asustado, no del todo. Pero tenía curiosidad… ¿Se había metido el gato en su habitación? ¿Había sido un insecto? ¿O Rodrigo intentando gastarle otra broma pesada? No lo sabía, no podía saberlo. No bajo la protección de su manta.

—¿Quién eres? —Tan solo el silencio respondió. Tampoco su madre hacía ningún sonido notable, ni pasaban coches por la carretera. —Me llamo… —Un golpe le interrumpió. Un golpe seco y sonoro que nacía en la pared del armario. Abrazó a su osito con tanta fuerza que parecía que se estuviera abrazando a sí mismo y su acompañante peludo no fuera más que un impedimento.

Pasó el rato. Segundos, minutos. Muchos minutos, o eso percibía él, que no tenía hora. Y su reloj analógico estaba parado. Lo paró él por voluntad propia hace tres años, y desde entonces no había querido encenderlo. Quería mantener esa hora para siempre. Las 23:37.

Conforme seguía pasando el tiempo, fue recobrando la valentía que tan solo los abrazos amorosos de Freddy le proporcionaban. Era un chico curioso que lo observaba todo, y no podría dormir sin saber a qué se debía ese ruido. Pero no lo haría solo.

Freddy asomó la cabeza por encima de la sábana, evitando que el chico sacara sus manitas para no correr peligro. El osito miró hacia todos los lados y avisó a su mejor amigo de que no había nada extraño, que podía salir de su escondite… Y con mucho cuidado, con el mismo cuidado que su madre le había enseñado a tener siempre…

Le costó unos breves segundos acostumbrarse a la luz de la luna que entraba por la ventana, en el lado izquierdo de su habitación. Enfrente estaba el armario, empotrado contra la pared y con la puerta izquierda entreabierta. Y a la derecha, la puerta al pasillo. Sus juguetes estaban perfectamente colocados en sus estanterías a ambos lados del armario, y los pósters de sus series favoritas colgados con chinchetas en la pared. Su madre le decía que parecía el trabajo de un arquitecto profesional.

Poco a poco fue quitándose de encima la manta. Primero sacó los hombros. Después el pecho. Después toda la tripa, y las dos piernas. Primero la derecha y después la izquierda. Hasta que escuchó un nuevo golpe proveniente del armario, más violento y sonoro que antes. Como un gato asustado, de un brinco se tapó hasta los topes con la manta, volviendo al punto de partida.

Repitió de nuevo el proceso. Freddy echó un vistazo. Se asomó con cuidado. Echó un segundo vistazo él mismo. Asomó los hombros. El pecho. La tripa. Una pierna, y después la otra. Y le dio diez segundos de espera al armario, por si tenía la intención de volver a asustarle. Pero esto no sucedió.

Con cuidado, apoyó sus pies descalzos en el suelo, de puntillas para evitar hacer ruido. Cuando apoyó todo el pie, sus talones pisaron el pijama azul con rayas y lleno de caras de ositos, aunque algunas estaban rotas por las costuras. Eso era algo que no le gustaba, y por eso evitaba mirarlas.

Se dio otro descanso preventivo para asegurarse de que el armario no le volvería a asustar, hasta que poco a poco avanzó, pasito a pasito, respirando con lentitud para minimizar el ruido, hacia el armario. Su habitación era grande; había más o menos metro y medio desde los pies de la cama hasta el armario, blanco y de rejilla.

Totalmente erguido y más recto que el portátil de su madre cuando trabajaba (siempre presumía que ponía la pantalla en exactamente 90º, “como debía ser”), posó las yemas de sus dedos sobre la puerta derecha, que se mantenía cerrada y podía apoyarse en ella sin problemas.

Acercó el oído con cuidado, muy despacito, hasta apoyarlo sobre la puerta. Se clavaba las rejillas, que estaban una encima de otra y bajaban en diagonal. Pero ignoró eso por ahora y se centró en escuchar los sonidos del interior del armario aún sabiendo que si escuchaba otro golpe se le pararía el corazón y saldría corriendo a por su manta.

Aguantó la respiración, quedándose totalmente inmóvil. Pero no escuchó nada…

Una brisa de aire caliente rozó su rostro. Un aliento que provenía del interior del armario, atravesando las rejillas hasta empapar su mejilla. Este aliento se hizo más fuerte en unos momentos, acompañado de una exhalación muy profunda y constante. No se lo pensó dos veces y se dio la vuelta, corriendo en dirección a su cama.

Pero el giro le salió mal y se tropezó consigo mismo, dando dos botes a la pata coja antes de caerse frente a su cama. Las partes más primarias de su cerebro le insistían en que se diera prisa en esconderse, por lo que se arrastró lo más rápido posible debajo de su cama y se dio la vuelta todo lo rápido que sus miembros le permitieron, para poder vigilar que nada saliera del armario. Pero lo que vio fue peor de lo que jamás habría imaginado.

Había soltado a Freddy en la caída y estaba ahí, tumbado en el suelo, boca abajo y tan cerca del armario como de la cama. En medio de la habitación, ligeramente más hacia la pared de la ventana.

Su mejor amigo. Su mayor protección. Su osito Freddy. Se había alejado de él. Y no tenía el valor de salir de la protección de debajo de su cama para recogerlo… Las bisagras del armario chirriaron muy lentamente, poco a poco más agudo. Él podía ver cómo la puerta se abría, pero no veía el interior. La tenue luz que entraba por la ventana no era suficiente para iluminar por entre las rejillas de la puerta…

Para él, pasaron muchos minutos. Pero él sabía que la puerta apenas había tardado unos segundos en abrirse del todo. Se mantuvo el silencio, ese silencio que desde hacía un rato tanto odiaba. Pero no lo odiaba tanto como el ruido de los crujidos viscosos que volvió a escuchar en el interior del armario.

Pudo verlo. Vio movimiento. Aunque no lo podía diferenciar, veía cómo algo se asomaba por el suelo del armario.

Escuchó un nuevo crujido, seguido de un ruido contra el suelo.
Después otro.
Y otro.
Y otro.
Y pudo verlo claramente.

Dos “cosas” se alzaban una al lado de otra desde el suelo hasta la madera de la cama, que no le permitía ver más. Parecían dos piernas sin pelo y deformes. No eran totalmente rectas porque tenían bultos extraños por casi toda su forma.

Escuchó nuevamente esos crujidos viscosos, pero esta vez parecían provenir de la parte de arriba del cuerpo, aquella que no era capaz de ver. Conforme los escuchaba, dos pequeñas bolas negras bajaron hasta situarse al lado de las piernas. Se abrieron, dando lugar a cuatro “dedos” con una membrana que unía tres de ellos. El cuarto era más grande y estaba separado del resto. El ruido cesó justo cuando sus largos “brazos” se quedaron quietos.

La respiración del chico se había acelerado desde el susto, pero había intentado mantenerla suave con todas sus fuerzas. Por mucho que le costara, no quería que “eso” supiera que estaba ahí escondido, bajo la cama. Tenía pocas, pero tenía esperanzas de que no supiera dónde se ocultaba.

Los sonidos volvieron, junto al movimiento de sus piernas. Este avanzaba paso a paso, muy lentamente. Cada paso le costaba varios segundos, pero eso relajaba relativamente al niño. Si se daba la ocasión, podría escapar corriendo.

Lento pero incansable, caminaba en dirección a la puerta sin siquiera fijarse en Freddy, pasando por el lado derecho de su cama. Pero la puerta no parecía ser su objetivo.

Se paró justo al lado de la cama, enfrente de la mesita de noche. La cercanía le permitió fijarse más en sus piernas grisáceas y con grandes bultos. No había ni rastro de pelo y su pie se componía de tres grandes dedos carnosos sin uñas.

Permanecieron así un rato, sin moverse ninguno de los dos. Tan solo escuchaba su propia respiración. Hasta que volvieron a escucharse el movimiento del ser. No obstante, no veía moverse ni sus pies ni sus manos, que era capaz de ver a causa de lo largos que tenía los brazos.

Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.

El reloj se puso en marcha.

El rostro del niño marcó un puchero como el que le hacía a su madre cuando le quitaba los caramelos que le daban sus amigos en el colegio. Su respiración se agitó, moviendo el polvo que compartía escondite con él. Tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para no estornudar y revelar su posición.

Podía ver sus pies e incluso la punta de los dedos de sus brazos, ¿cómo había encendido el reloj? ¿Y por qué?

Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.

Pasaron los minutos, y nuevamente ninguno de los dos se movió. El niño no aguantaba más: necesitaba a su amigo si quería sobrevivir a esa noche.

Con la gracilidad que no tenía el bicho de al lado de su cama, se arrastró lo más silenciosamente posible por el suelo, hasta llegar al borde de los pies dl mueble. Calculó que debía sacar al menos el cuerpo hasta las rodillas para coger a Freddy y volver a su refugio… Pero no sin darle sus segundos de chance a la criatura.

Segundos, que terminaron en minutos. Estaba aterrado, ¿pero cómo no iba a estarlo? Los minutos se alargaron a la par que su respiración, hasta que finalmente se decidió. Asomó la mano con más cuidado incluso que cuando salió de su sábana protectora. Paró y la mantuvo unos segundos absolutamente inmóvil. Nada cambió.

Se decidió, y alargó más el brazo con la esperanza de crecer repentinamente y llegar hasta Freddy sin tener que asomarse más. Pero nada de esto sucedió. Tragó saliva y como siempre, poco a poco, fue saliendo de debajo de la cama.

Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.

Llevaba tantos minutos eternos sin mirar las piernas del monstruo ni escuchar los crujidos de sus movimientos que casi le parecía que había desaparecido por arte de magia, que Freddy había hecho alguna clase de hechizo mágico para desterrarlo a allá de donde viniera. Y asomó toda la cabeza.

La tentación de girarse y poder ver más del monstruo era grande, gigante. Casi lo hizo sin darse cuenta, pero resistió. No quería verlo, no quería saber más de ese ser. Tan solo quería a su amigo… Y lo hizo.

Se impulsó usando de base las patas de la cama y para salir de la cama y agarrar a su amigo. Estuvo cerca de llegar, pero tuvo suerte y tenía los dedos largos, tal y como había heredado de su larguilucho padre.

Una vez se hizo con Freddy, utilizó sus pies para, de la misma forma, regresar bajo la cama. Tardó un par de segundos más que en la salida, pero fueron mucho más intensos, pues no pudo evitar hacer ruido.

Volvió a su posición inicial, pero esta vez junto a su amigo. Se giró, y vio las piernas deformes del monstruo, todavía completamente inmóvil. ¿No le había visto? ¿Era ciego o sordo y miraba hacia otro lado?

Tic, tac.
Tic, tac.
Tic, tac.

Abrazó al osito, con los ojos llorosos. No sabía cuánto aguantaría, y tenía miedo de llamar a su madre. Sería sinónimo de publicitar su escondite secreto a todo monstruo cercano.

Y los ruidos volvieron. Al principio sus piernas y manos se mantenían inmóviles, pero terminó por moverlas al son de los crujidos. Se giró, y sin ninguna prisa bordeó la cama hasta llegar a la esquina, tras la cual volvió a girar siguiendo el perfil del escondite.

Hasta que paró, mirando cara a cara hacia la cama. Sus dedos carnosos observaban en silencio directamente al niño asustado, que agarraba con la misma fuerza que una garrapata a su peluche.

Pero tras un ligero descanso, no cesaron los ruidos. Esta vez eran muchos más, y más sonoros. Era una orquesta de crujidos dentro de una masa viscosa o de gel. Sus piernas se mantenían inmóviles, al igual que sus manos.

Fueron los segundos más largos y terroríficos de toda la noche. Notaba la esa terrible melodía cada vez más cerca, como si estuviera penetrando lentamente en su mente. Pero no era así, por desgracia.

Un pequeño pedazo de carne se asomó por la cama, bajando lentamente. Más lentamente incluso de lo que se movía el chico para evitar ser descubierto.

Sus ojos se abrieron como platos mientras apreciaba la masa gris y roñosa que iba mostrándose cada vez más y más. A su lado, lo que parecía ser una tercera mano también se fue bajando, más rápidamente hasta que se apoyó contra el suelo extendiendo sus cuatro dedos como un pulpo o un gecko.

Estaba acabado, la criatura lo había encontrado. Y se lo iba a comer, lo iba a matar, o se lo llevaría consigo. No sabía qué opción era peor.

Y, finalmente, la criatura, mostró su cara. Por sus ojos, podía apreciar que estaba boca abajo. Hasta que de un movimiento seco giró la cara 90º para mirarle de lado, dejando ver su cuello, delgado y gris con una curvatura que no era normal.

Podía ver su cara. Le estaba mirando. Estaba fuera de la cama. Respirando. Observándole. Sabía dónde estaba. Y le estaba mirando. Le había encontrado. Los crujidos cesaron.

Abrazó a Freddy, convirtiéndose en una pelota azul con caras de ositos y pelo. Lloraba, lloraba todo lo bajo que podía con la esperanza de que el monstruo tuviera piedad de él y desapareciera para siempre. Apenas se sentía protegido a pesar de tener la cama y a Freddy. Iba a morir.

Y lloró, lloró durante mucho rato, hasta que, finalmente, se durmió.


La luz solar lo despertó, acompañado de la voz de su madre.

— Cariño, ¿dónde te has metido? —Revolvía entre las sábanas en busca de su hijo. Este, sin decir nada, salió adormilado de debajo de la cama. — ¡Pero bueno! ¿Qué hacías ahí debajo?

El niño se levantó mientras se frotaba los ojos con parsimonia, como si nada hubiera ocurrido y no fuese más que un día normal en el que debía ir al colegio. La mujer pudo ver un extraño brillo en los ojos de plástico negro del oso de su hijo, un brillo que por poco le provocó un escalofrío, pero no le dio más importancia. —¿Qué ha pasado?

—Mami, anoche vino Papá a verme.

Tic, tac.
Tic, tac.